Seis
mujeres y niñas que hicieron una diferencia
Una de las más importantes
contribuciones para mejorar la respuesta del condado de Sonoma
a la violencia contra las mujeres ha sido la voluntad de algunas
excepcionales víctimas individuales para relatar sus historias.
Al hacer vivo y humano el problema, estas mujeres y niñas han
obligado al sistema a cambiar. Arriesgándose a peligros y dolores
adicionales, no sólo trataron de obtener ayuda para sí mismas;
también intentaron hacer algo más: asegurar que otras mujeres
no sufran las mismas injusticias.
En el condado de Sonoma,
muchas de estas valientes mujeres han sido latinas. A menudo enfrentan
grandes riesgos por contar su historia: el riesgo de ser deportadas,
barreras lingüísticas y los peligros de pronunciarse en una sociedad
que aun en un buen día las considera menos que iguales.
El Centro de Justicia
para Mujeres honra a estas mujeres y agradece su compromiso con
la justicia, con la comunidad y con la libertad para todas. Las
mujeres que destacamos a continuación son sólo algunas entre muchas.
María
R.
a
mayoría de la gente en el condado de Sonoma recuerda al Dr. David
Noles, el quiropracta que durante años persuadió a mujeres del
tercer mundo a que dejaran sus países y las llevaba a su oficina
en Petaluma, prometiéndoles un trabajo. Una vez allí, Noles las
retenía como esclavas para él mismo o las ofrecía a otros hombres.
La gente también recuerda
a María, la madre de 21 años de edad de Sayula, México, quien
en 1991 expuso a David Noles y consiguió derrotarlo. Menos conocido
es el hecho de que, corriendo un alto riesgo para sí misma, en
1993 María rindió un testimonio grabado ante la Comisión de Derechos
Humanos de las Naciones Unidas en Viena. Fue con base en ese testimonio
de María y los de otras mujeres del mundo que Naciones Unidas
suscribió el principio de que las mujeres tienen derecho a todos
los derechos humanos.
Lupe
(nombre ficticio)
n
1994, Lupe, una niña hispanohablante de 12 años de edad, escribió
una conmovedora y articulada apelación a su maestra para poner
fin al abuso sexual que estaba sufriendo. La maestra llamó a la
policía. Pero ninguno de los oficiales hablaba español y la investigación
no prosperó.
A pesar de haber perdido
su hogar, y temiendo represalias, Lupe y su madre decidieron llevar
el caso ante la prensa para destacar la necesidad de que hubiera
oficiales de policía latinos e hispanohablantes. Esto tuvo como
resultado la pronta contratación de cuatro oficiales latinos que
hablaban español. También elevó, en nuestro condado, la conciencia
acerca de la necesidad de que nuestras fuerzas policiales sean
representativas de las comunidades a las que sirven.
María
V.
aría
V. fue retenida y sometida a esclavitud laboral y sexual en una
granja de productos lácteos durante más de una década. El día
que descubrió que el ranchero había abusado sexualmente de su
hija de 13 años, María inició una larga y firme lucha por escapar.
En 1995, cuando apenas había empezado una nueva vida, otra de
sus hijas fue violada por una banda. En el juicio de ese caso,
muchos de los derechos de su hija fueron descartados. María comenzó
de nuevo la batalla.
La familia sufría amenazas
de parte de la banda. Cada mañana, las hijas de María lloraban
pues tenían miedo de ir a la escuela, y cada día ella les hablaba
sobre la importancia de mantenerse fuertes y pronunciarse contra
lo que está mal. Juntas, María y sus hijas decidieron relatar
su historia a oficiales estatales, con la esperanza de que esto
ayudaría a cambiar las cosas para todas las niñas. Poco después,
el estado emprendió acciones contra el Fiscal del Distrito por
la forma en que su oficina desestimó de los derechos de la niñez.
Leonesia
uando
Leonesia, de 21 años de edad, fue severamente golpeada por el
padre de su bebé, la policía la arrestó. Obligada a vivir sin
hogar y temerosa de la policía, Leonesia se propuso que las cosas
debían cambiar para cualquier mujer que estuviera en su situación.
Presentó los detalles de su caso a Sal Rosano, entonces jefe de
policía de Santa Rosa. Un tiempo después, Rosano escribió la moderna
Política sobre Violencia Doméstica de la Dirección de Aplicación
de Justicia del Condado de Sonoma, de 1996, que hoy rige la respuesta
de la policía.
Sarah
Rubio Hernández
urante
más de un año antes de su muerte, Teresa Macías hizo todo lo correcto
para llevar a la atención de las autoridades locales los abusos
y la violencia de su esposo. Pero sus ruegos de ayuda fueron ignorados
una y otra vez. El 15 de abril de 1996, el esposo, Avelino, la
asesinó e hirió a la madre de ella, Sarah Rubio Hernández.
En las semanas antes
de morir, Teresa le había dicho a su madre: "Si yo muero, no quiero
que otras mujeres sufran lo que estoy sufriendo. Quiero que se
las escuche". Mientras se recuperaba en el Hospital del Valle
de Sonoma, Sarah Rubio Hernández juró que ayudaría a cumplir el
deseo de su hija. Lo llevó a cabo pronunciándose y haciendo públicos
los eventos de la vida y muerte de Teresa.
Hoy día, en cualquier
día o noche de la semana, en cada pueblo del norte de California,
los profesionales están escuchando más detenidamente a las víctimas
y respondiendo con más conocimientos como consecuencia de la preocupación
de Sarah Rubio Hernández por todas las mujeres. En todo el norte
de California, la historia de Teresa Macías se convirtió -y lo
sigue siendo en la actualidad- en una historia de referencia de
cada mujer que ha luchado por escapar de la violencia y ha sido
rechazada por quienes deberían haberla ayudado.
La
historia de Antonia...
y todo lo que queda por hacer
n
enero de 1996, los jefes de policía y el alguacil del condado
de Sonoma suscribieron una moderna política sobre violencia doméstica.
La política estipula instrucciones detalladas acerca de cómo deben
los oficiales manejar las llamadas relacionadas con violencia
doméstica. Dos de los más básicos mandatos de la policía son:
1) los oficiales deben obtener una declaración de la víctima y
2) se debe escribir un informe criminal sobre cada llamada relacionada
con violencia doméstica.
La historia de Antonia
muestra que cuando la gente habla español, la policía podría ignorar
aun las más básicas reglas para proteger la seguridad y los derechos
de las víctimas.
A finales de septiembre
de 1998, Antonia ya no podía soportar más las vociferantes amenazas
de su esposo, quien aseguraba que la mataría a ella y a sus tres
hijos adolescentes. La situación sólo había empeorado en el último
año. Un día, Pablo había colocado un arma cargada en la mano de
su hija y le había dicho que le disparara.
El fin de semana antes
de que Antonia llamara a la policía, las amenazas de muerte de
Pablo continuaron incesantemente durante toda la noche, todo el
día, y al inicio de la siguiente semana. Pablo vociferaba detrás
de Antonia mientras ella trataba de servir a los clientes del
restaurante que poseen. Ella llamó al 911 y dio aviso sobre las
amenazas de muerte de Pablo.
La historia de Antonia
acerca de lo que sucedió después, cuando la policía se presentó,
fue confirmada en una entrevista separada realizada por el Centro
de Justicia para Mujeres al cliente/testigo a quien se le pidió
traducir la mañana cuando ocurrieron estos incidentes. Sólo los
nombres en la historia han sido cambiados.
Tan pronto como los
dos oficiales se presentaron al lugar, Pablo empezó a gritarles
una serie de acusaciones contra Antonia. Ella trataba de relatarles
su versión, pero Pablo simplemente continuó gritando por encima
de la voz de Antonia.
En lugar de llamar
al servicio de traducción de AT&T del que la policía puede disponer
en tales situaciones, los oficiales pidieron a un cliente del
restaurante que tradujera. Se trataba de un comerciante local
para quien el inglés es todavía un segundo idioma muy difícil.
En vez de llevar a
la pareja a lugares separados de la habitación, los dos oficiales,
Pablo, Antonia y el comerciante permanecieron juntos, bajo tensión,
en un rincón del restaurante. Pablo gritaba cada vez que Antonia
intentaba hablar.
Uno de los oficiales
se volteaba constantemente hacia Pablo, ordenándole que guardara
silencio. Cuando Antonia trataba de hablar de nuevo y el comerciante
empezaba a traducir, Pablo vociferaba y una vez más el oficial
le gritaba que se callara.
Uno de los oficiales
se frustró tanto que golpeó la mesa con el puño y gritó, "¡Silencio!"
Luego le mostró las esposas a Pablo y le dijo que si no se callaba
sería arrestado. Éste permaneció callado por un momento, pero
pronto volvió a gritarles a los agentes.
Los oficiales no arrestaron
a Pablo. No tomaron nota alguna. Nunca consiguieron callar lo
suficiente a Pablo como para obtener la versión de Antonia. Tampoco
ofrecieron escribir una orden de restricción de emergencia, ni
explicar el derecho de Antonia a realizar un arresto ciudadano.
Los oficiales nunca escribieron un reporte. Todo ello debió haber
sido la respuesta policial de rutina a una llamada sobre violencia
doméstica.
"Si
la policía no me ayuda, entonces ¿quién lo hará?"
Por el contrario, uno
de los oficiales, hablándole directamente a Antonia, le dijo que
si la pelea no terminaba, tendrían que arrestarla a ella y a Pablo,
y que sus hijos serían conducidos a un hogar infantil. La amenaza
de ser arrestada y de retirarle a sus hijos paralizó a Antonia.
Luego, el oficial dijo
que por ahora uno de los dos de la pareja tendría que irse. Antonia
no podía creerlo. Pablo no se movió para retirarse. El oficial
se volteó hacia ella y le dijo, "¡Váyase!" Antonia abandonó el
restaurante.
En una entrevista posterior,
el comerciante dijo que a él le parecía que los policías simplemente
querían lavarse las manos del asunto.
Antonia subió a su
auto y empezó a manejar sin dirección, enfurecida por la actitud
de los agentes. "Si la policía no me ayuda", dice que pensaba,
"entonces ¿quién lo hará?"
Ese fin de semana,
una amiga le contó sobre la clínica de órdenes de restricción
en el tribunal. Cuando Antonia se presentó a la clínica, se le
dijo que ahí nadie hablaba español y que tendría que regresar
otro día.
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